martes, 15 de junio de 2010

La Muerte del Gobernante



El señor vestido de un impecable traje azul lo acompaña desde el zaguán hasta el altillo, subiendo una a una las oscuras escaleras del viejo edificio. El señor del traje iba adelante, con una agilidad inesperada para un hombre de su edad. Montaba los escalones con la seguridad de un acomodador de cine en la penumbra, como si esa actividad la realizara rutinariamente. Él, a los tropezones intentaba seguirle. Al llegar al décimo dejó de contar los pisos con la esperanza de que el próximo fuese él último, pero luego tuvo la fatigante sensación de haber subido cerca de cien tramos mas por ese interminable caracol. Los pasos incoordinados de ambos, retumbaban sobre el sonoro piso de madera y su eco se dejaba sentir en toda su profundidad. El músculo de su corazón golpeaba violentamente el pecho de su cuerpo largamente sedentario y por un momento pensó en pedir una tregua a su dinámico acompañante que se escapaba sin piedad. Pero a pesar de no conocerlo, de ignorar lo que estaba pasando, tenía la fuerte intuición de que no accedería a tomar un breve respiro de camaradería. Le llamó la atención no haber cruzado a nadie durante el ascenso a pesar de escuchar algunos gritos y música a través de la puerta de ciertos departamentos. Quizás era muy tarde.

Cuando creía desfallecer, llegaron. - "¡Por fin!" -dijo él, después de un prolongado resoplido, para romper ese incómodo silencio que se había creado. Su singular anfitrión no le contestó. Sus movimientos y sus palabras eran demasiado estudiadas como para acceder a la informalidad de un diálogo. Su actitud era seria y hosca pero nutrida de un particular respeto. Tenía algo de lacayo y algo de carcelero. Le señaló el camino con la mano mientras sacaba un pesado llavero de su bolsillo interno. Luego de destrabar con dificultad el candado, ingresaron por una estrecha puerta, mucho más estrecha que las otras que había observado en los pisos inferiores. Entre otras cosas no recordaba la existencia de un edificio de esa antigüedad y de tal altura en el centro de la ciudad de Córdoba. Pero esta ciudad es grande y llena de rincones cambiantes, por eso -pensaba- hay que tener siempre reservado un lugar para la sorpresa. Sin embargo su asombro fue mayúsculo cuando penetraron en el altillo y observó un pequeño departamento con un lujo y una higiene ajena al contexto de lo que había notado hasta ese momento en los pasillos durante la interminable escalada, abandonados a los Punks, a los Heavys y a toda clase de marginales. Su evidente destino era ese departamento que estaba constituido por dos ambientes relativamente estrechos pero que se achicaban mas aun por lo imponente del mobiliario, un sofá y una mesa que sólo se podía imaginar en un gran salón del Palacio de Versailles, una biblioteca de roble oscuro que parecía contener todos los volúmenes del mundo y una decoración que presentía excesivamente cara para un departamento ubicado en ese intemporal y olvidado edificio.

De los costados de una gran ventana que mostraba una vista panorámica de la ciudad, colgaban gruesas e impecables cortinas de sarga dorada. Una puerta corrediza de fina madera separaba esta de la otra habitación, un poco más improvisada pero no menos lujosa, donde había una cama de dos plazas una silla y un espejo. Una diminuta puerta daba acceso a un toilette que el señor de traje le mostró con contenida cortesía. -"Tiene todo lo necesario -dijo-. Si necesita algo basta con hacer sonar el timbre al costado del escritorio. Todas las mañanas vendrá un sirviente a pedirle sus preferencias para la comida del día que serán traídas al horario que usted disponga. Si desea bajar y salir a la calle podrá hacerlo solamente, y esto es muy estricto, en el horario de tres a cuatro de la mañana, cuando la gente no lo vea. Le dejo para esta noche esa canasta con frutas y una jarra de agua". Antes de retirarse, previo a cerrar la puerta giró solemnemente su cuerpo y agregó como recordando a último momento: -"Esa caja de madera que está sobre el escritorio (él venía de mirarla) es de un futuro ocupante.

Por favor no intente abrirla, no le pertenece. Ya vendrán a buscarla." Inclinó su cuerpo en un gesto de sumisión y se fue con un respetuoso "a sus órdenes". Agudizó su oído para escuchar si colocaba nuevamente el candado, cosa que no hizo, y, no sabía por qué, eso lo tranquilizó. Sintió un cierto alivio cuando este señor se retiró del cuarto para emprender un rápido descenso por las escaleras. Sin embargo lamentó no haber insistido con algunas preguntas. Posiblemente le hubiera aclarado muchas cosas. El traqueteo de los pasos del señor del traje se fue atenuando progresivamente hasta desaparecer por completo e inundar la nueva morada con un silencio turbador. Se recostó sobre el sofá mirando con pasión la gran biblioteca (amaba los libros), mientras su espíritu era invadido por una contradictoria sensación de paz profunda e inescrutable temor. Su confusión a esa altura era infinita. Se sentía prácticamente encerrado como un preso que debe pagar su pesada culpa en una celda, (sin candado pero celda al fin, por que lo que lo retenía era su propia conciencia) y no obstante era tratado como una persona respetable por el misterioso señor de traje que lo acompañó.

Pero lo que más le agobiaba era esa persistente y antojadiza amnesia que no le permitía recordar mas allá de la entrada al edificio y el encuentro con el señor que lo guió. No una simple amnesia de algunas horas o algunos días como la que acompañan ciertos cuadros psicológicos o aquellas que sobrevienen después de un traumatismo, sino una amnesia de toda una vida. Estaban las imágenes de su infancia, cálidas, uterinas, felices, en un barrio pobre de Córdoba y luego el vacío, la oscuridad total, como la noche que acechaba la ciudad. No recordaba su nombre, su edad, ni su profesión. Desconocía su familia y si tenía amigos o no. Y tampoco tenía la certeza de estar en Córdoba aunque la vista magnánima e imponente de la ciudad nocturna que mostraba el gran ventanal de su "prisión" era inconfundible: la cúpula barroca de la catedral, el edificio de la empresa de electricidad, el paredón rosa de la Compañía de Jesús, el bar El Ruedo frente al Colegio de Escribanos, la omnipresente torre Ángela, el observatorio, la cañada. Pensó en un mal sueño, una pesadilla. Le ocurrió muchas veces no poder distinguir el sueño de la realidad.

Si esto era así, "bastaría esperar algunos minutos o algunas horas y el despertar echaría un manto de luz a esta extraña historia que le tocaba vivir", -se decía a sí mismo para tranquilizarse-. Pero pasaron los minutos y las horas y el despertar no llegó, mas bien el cansancio comenzó a abatirlo y la vigilia fue vencida por el sueño. Sus ojos se cerraron penetrando en una oscuridad aun mayor que la noche y el olvido que lo acosaba, y se volvieron a abrir recién cuando el sirviente a las ocho en punto de la mañana golpeó su puerta para traerle el desayuno. Le señaló el escritorio para que el joven deje la bandeja. Estaba tadavía muy dormido para darse cuenta de hacerle algunas preguntas. Solo atinó a decirle, cuando ya casi estaba cerrando la puerta (por que no le preguntó), que para su almuerzo quería ravioles con crema a las 12 y media, como poniendo a prueba el derecho al menú y horario del que le había hecho partícipe el viejo en la víspera. El joven sirviente asintió moviendo la cabeza con tal indiferencia que temió no haya escuchado. Pero inmediatamente después de cerrar la puerta volvió a abrirla diciendo con voz suave y cómplice, como reaccionando a un imperdonable olvido: "¡Bienvenido!". - ¿Bienvenido?. Luego de desayunar caminó desorientado por el cuarto, miraba por la ventana el movimiento ciudadano, "obviamente el amanecer de un día de semana", por el tráfico. Por el esmog acumulado "podría fácilmente ser un viernes".

Sólo una certeza tenía: las horas habían pasado y el tiempo no iba a ayudarle, estaba obligado a reconstruir su pasado a partir de unas pocas y contradictorias premisas. En resumen lo que sabía hasta ese momento de él, era que representaba una persona de aproximadamente 40 años de edad, por lo que pudo ver en el señorial espejo de su cuarto; que tenía el derecho aparente a que cualquier demanda suya sea complacida por un señor de traje fino y que sus deberes se restringían a respetar solamente dos leyes: limitar sus salidas a un horario insólito y no tocar una banal caja de madera cuyo contenido y dueño ignoraba. Todo esto empezaba a fastidiarlo. Caminaba y pensaba, pensaba y caminaba. Se detuvo en la biblioteca y comenzó a observar los libros; una buena cosa sería leer un rato para relajarse. Empezó por el rincón izquierdo a seleccionar por el lomo de los volúmenes. Evidentemente un niño debió en algún momento habitar anteriormente este departamento -pensaba- ya que había una buena cantidad de cuentos infantiles, cuentos que todos hemos leído alguna vez: "Caperucita roja", "El gato con botas"... "Hombrecitos", "Hackulberry Finn". Mas adelante algunos libros de adolescentes: "El lobo estepario", "Mi planta de naranja lima", etc, etc. En el segundo estante estaban: "El quijote de la Mancha", "El señor presidente", "Cien años de Soledad", algunos libros de poemas de Rimbaud y Neruda, "Hojas de hierba" de Whitmann, "Los siete locos" de Arlt, las obras de teatro de Sartre, todo de Sabato, Borges, Camus, Joyce, etc... Fue en ese preciso momento que comenzó a sospechar algo extraño. Todos los libros le resultaban sumamente familiares. ¡A todos había leído en algún momento de su vida!!. No podía haber lugar para la coincidencia. Sin ser un gran lector, lo que estaba en esa biblioteca era exactamente todo lo que había leído en su vida.

A pesar de no recordar aun su nombre una pequeña luz comenzaba a alumbrar el tenebroso camino de la amnesia que estaba transitando y podía hacerse a tientas una idea, por el sujeto de sus lecturas, de quién era él aproximadamente, como era su carácter, su personalidad. No era alguien banal pero tampoco muy ilustrado. Podía asegurar si, que era un gran amante del arte y la poesía. Pero estaba lejos de saber qué hacía él allí y qué había hecho de su vida para terminar en ese elevadísimo altillo donde había una biblioteca que parecía compuesta por él a lo largo de su vida, donde cada libro era una cuenta hilvanada en el hilo de su formación intelectual. Estaba dispuesto a no dejar escapar su próximo visitante, sea el viejo, sea el sirviente o quien sea, hasta no tener en claro las cosas más elementales de su pasado. Siguió repasando la biblioteca y para acceder al tercer estante tuvo que ayudarse con una silla por que le costaba distinguir los títulos. Solo el último libro de la derecha, uno de tapas bordó oscuro le resultó desconocido, y su título demasiado intrigante para no dejarse seducir: "La muerte del Gobernante" Lo abrió y empezó a hojearlo lentamente. Se apoyó en la biblioteca con su hombro y comenzó a leer una hoja escogida al azar: "Algo está pasando en Córdoba. Las bicicletas no circulan por las ciclovías ni los taxis inundan las avenidas.

La gente ya no invade las galerías ni los "shoping center". Los colectivos no hacen su característico ruido ni largan mas humo... Algo pasa en Córdoba y sus habitantes no llegan a palpitarlo. Los escolares se revelan a sus maestros, los fieles insultan a los curas, los gobernados reniegan de sus gobernantes. Solo los locos lo perciben. Algo está cambiando. Los cines están vacíos, los teatros están vacíos, las aulas están vacías, los bares están vacíos, los restaurantes están vacíos, las iglesias están vacías, las plazas están vacías. Algo está pasando en Córdoba: El Suquía detuvo su curso..." Se acercó a la ventana y abrió los postigos dejando entrar una brisa de aire fresco que le hizo tiritar. La vista abajo, hacia la ciudad profunda, invadió hasta su médula de un vértigo abrumador.

Era sin duda alguna pleno invierno. Una espesa niebla comenzaba a cubrir el cielo cordobés y poco a poco los techos de las casas y los edificios, las calles y los autos, los árboles, todo, fue haciendosé más impreciso y vago al ser devorado por la nube rasante, hasta desaparecer como por el hechizo de un prestidigitador. Cerró rápidamente la ventana para no dejar escapar la acogedora temperatura del interior. Ya no lo dudaba. Ahora recordaba quien era.

viernes, 4 de junio de 2010